Walter Oppnheimer, hoje, no El País
Gordon Brown tiene todas las cualidades de un gran político: intelecto, pasión, ideales, determinación, una capacidad de trabajo fuera de lo común... Pero nunca le ha acompañado el carácter. No por sus aireados malos humores, sino por una falta de confianza en sí mismo que le hace dudar de todo y de todos, y que le ha llevado a convertir en una obsesión personal sus aspiraciones de ser primer ministro. Lo consiguió a última hora, pero no como él hubiera querido: llegó a Downing Street cuando los laboristas sufrían ya el desgaste del poder y pasará a la historia por ser uno de los pocos primeros ministros británicos que nunca ganó unas elecciones.
Con Tony Blair formó una pareja imparable que creó el Nuevo Laborismo y convirtió al partido en una máquina de ganar elecciones. Pero nunca se conformó con el papel de comparsa y el matrimonio duró poco, aunque el divorcio formal tardaría en llegar. Durante 10 años, Brown se dedicó a poner palos en las ruedas de su rival, y este le respondió socavando su imagen y dando a conocer, siempre por debajo de la mesa, las debilidades de su carácter.
Esas debilidades, que le llevan a ser incapaz de tomar decisiones sobre la marcha y acentúan sus manías de controlador, acabarían por cavar su tumba a los pocos meses de conseguir su anhelado deseo de ser primer ministro. Llegó al número 10 de Downing Street en junio de 2007 y empezó a vivir una inaudita luna de miel con la opinión pública y, aún más sorprendente, con los medios. Su gestión durante los intentos de atentado en Londres y en Glasgow, las inundaciones del suroeste de Inglaterra y una epidemia de fiebre aftosa disparó sus niveles de popularidad y las expectativas de voto de los laboristas.
La posibilidad de anticipar las elecciones y asegurar su propio mandato de cinco años le nubló la vista política. Y sus eternas dudas ante las grandes decisiones, las mismas que durante 10 años le habían impedido darle a Blair el golpe de gracia, le empujaron a última hora a dar marcha atrás en cuanto los tories presentaron una oferta fiscal que hizo cambiar la tendencia de los sondeos.
Los laboristas empezaron entonces un constante declive en los sondeos y Brown se hundió aún más que el partido. Ya nunca se recuperaría. Vivió una frágil oleada de optimismo por su actuación decidida —sí, decidida por una vez— durante la crisis financiera. Pero ya había traspasado el punto de no retorno.
Gordon Brown no será recordado por su gestión al frente del Gobierno, pero quizás sí por su gestión al frente del Tesoro. Pero incluso ese legado es puesto ahora en cuestión, a medida que se le hace a él responsable de algunas decisiones que a la larga han agravado el impacto en Reino Unido de la crisis financiera.
En 1997, nada más llegar los laboristas al poder, Brown tomó dos decisiones clave: impidió la entrada de la libra en el euro y consagró la independencia del Banco de Inglaterra. Muchos críticos creen que Brown se opuso a entrar en el euro para fastidiar a Blair, que sí era partidario de la integración. Pero estos días, a la vista de la crisis de la divisa europea, hasta los europeístas británicos empiezan a creer que fue un acierto mantener la independencia monetaria.
Más discutida ha sido su decisión de transferir los poderes de control del Banco de Inglaterra a la FSA, la autoridad reguladora de la City. Los conservadores creen que está en el origen de los problemas que han sufrido los bancos durante la crisis. La propia crisis genera debate sobre la responsabilidad que ha podido tener Brown. Muchos le echan en cara la laxitud del marco regulador, pero él se defiende con el argumento de que ha abogado por endurecer esa regulación desde 1997, pero que eso sólo se podía hacer a nivel global y que nadie le hizo caso en su momento.
Sea cual sea su parte de responsabilidad, sólo los más cicateros le han negado un papel clave en la gestión del cataclismo financiero global. Primero, nacionalizando el primer banco británico afectado, Northern Rock. Y, segundo, inyectando capital público en la banca, una solución luego imitada por muchos otros países.
Brown presumió durante años del alto crecimiento sin inflación de la economía británica, pero ahora ha de correr con la responsabilidad de dejar al país al borde de la bancarrota con una deuda gigantesca. Gran parte de esa deuda se debe a la inyección de capital en servicios públicos, pero se le reprocha haber torpedeado las reformas que quería implementar Blair para mejorar su eficacia. Siempre, la sombra de Blair.
Gordon Brown tiene todas las cualidades de un gran político: intelecto, pasión, ideales, determinación, una capacidad de trabajo fuera de lo común... Pero nunca le ha acompañado el carácter. No por sus aireados malos humores, sino por una falta de confianza en sí mismo que le hace dudar de todo y de todos, y que le ha llevado a convertir en una obsesión personal sus aspiraciones de ser primer ministro. Lo consiguió a última hora, pero no como él hubiera querido: llegó a Downing Street cuando los laboristas sufrían ya el desgaste del poder y pasará a la historia por ser uno de los pocos primeros ministros británicos que nunca ganó unas elecciones.
Con Tony Blair formó una pareja imparable que creó el Nuevo Laborismo y convirtió al partido en una máquina de ganar elecciones. Pero nunca se conformó con el papel de comparsa y el matrimonio duró poco, aunque el divorcio formal tardaría en llegar. Durante 10 años, Brown se dedicó a poner palos en las ruedas de su rival, y este le respondió socavando su imagen y dando a conocer, siempre por debajo de la mesa, las debilidades de su carácter.
Esas debilidades, que le llevan a ser incapaz de tomar decisiones sobre la marcha y acentúan sus manías de controlador, acabarían por cavar su tumba a los pocos meses de conseguir su anhelado deseo de ser primer ministro. Llegó al número 10 de Downing Street en junio de 2007 y empezó a vivir una inaudita luna de miel con la opinión pública y, aún más sorprendente, con los medios. Su gestión durante los intentos de atentado en Londres y en Glasgow, las inundaciones del suroeste de Inglaterra y una epidemia de fiebre aftosa disparó sus niveles de popularidad y las expectativas de voto de los laboristas.
La posibilidad de anticipar las elecciones y asegurar su propio mandato de cinco años le nubló la vista política. Y sus eternas dudas ante las grandes decisiones, las mismas que durante 10 años le habían impedido darle a Blair el golpe de gracia, le empujaron a última hora a dar marcha atrás en cuanto los tories presentaron una oferta fiscal que hizo cambiar la tendencia de los sondeos.
Los laboristas empezaron entonces un constante declive en los sondeos y Brown se hundió aún más que el partido. Ya nunca se recuperaría. Vivió una frágil oleada de optimismo por su actuación decidida —sí, decidida por una vez— durante la crisis financiera. Pero ya había traspasado el punto de no retorno.
Gordon Brown no será recordado por su gestión al frente del Gobierno, pero quizás sí por su gestión al frente del Tesoro. Pero incluso ese legado es puesto ahora en cuestión, a medida que se le hace a él responsable de algunas decisiones que a la larga han agravado el impacto en Reino Unido de la crisis financiera.
En 1997, nada más llegar los laboristas al poder, Brown tomó dos decisiones clave: impidió la entrada de la libra en el euro y consagró la independencia del Banco de Inglaterra. Muchos críticos creen que Brown se opuso a entrar en el euro para fastidiar a Blair, que sí era partidario de la integración. Pero estos días, a la vista de la crisis de la divisa europea, hasta los europeístas británicos empiezan a creer que fue un acierto mantener la independencia monetaria.
Más discutida ha sido su decisión de transferir los poderes de control del Banco de Inglaterra a la FSA, la autoridad reguladora de la City. Los conservadores creen que está en el origen de los problemas que han sufrido los bancos durante la crisis. La propia crisis genera debate sobre la responsabilidad que ha podido tener Brown. Muchos le echan en cara la laxitud del marco regulador, pero él se defiende con el argumento de que ha abogado por endurecer esa regulación desde 1997, pero que eso sólo se podía hacer a nivel global y que nadie le hizo caso en su momento.
Sea cual sea su parte de responsabilidad, sólo los más cicateros le han negado un papel clave en la gestión del cataclismo financiero global. Primero, nacionalizando el primer banco británico afectado, Northern Rock. Y, segundo, inyectando capital público en la banca, una solución luego imitada por muchos otros países.
Brown presumió durante años del alto crecimiento sin inflación de la economía británica, pero ahora ha de correr con la responsabilidad de dejar al país al borde de la bancarrota con una deuda gigantesca. Gran parte de esa deuda se debe a la inyección de capital en servicios públicos, pero se le reprocha haber torpedeado las reformas que quería implementar Blair para mejorar su eficacia. Siempre, la sombra de Blair.
Esquerda ? Qual Esquerda ?
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