Entrevista de Juan Cruz publicada domingo, no El País
Amin Maalouf recebe hoje o Prémio Príncipe das Astúrias na área das Artes.
No es un autor cómodo porque va por libre. Libanés de nacimiento y exiliado en Francia, defiende que los valores son universales y compatibles con la diversidad de las culturas. La próxima semana recibe el Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
Amin Maalouf, escritor libanés de 61 años, último premio Príncipe de Asturias de las Letras, es un hombre tranquilo al que la historia ha zarandeado. Ahora vive en Francia, prácticamente desde que la guerra convirtió su país en un infierno dividido por la metralla y por la sangre. Por su biografía pasan los dramas de Líbano y de Oriente Próximo, esa sangre derramada que le ha hecho gritar, en los libros, que el mundo está mal hecho; en realidad, deshecho, desajustado. En esta entrevista lo dice: “Estamos avanzando hacia un mundo de conflicto, de amargura, de discriminación, de guerras, de sufrimiento; este mundo probablemente nos lleve al empobrecimiento también”.
En su obra El desajuste del mundo (Alianza Editorial), esa predicción se transforma en una alarma que podría cifrarse en este titular: “Occidente no respeta la dignidad de las personas”. Esa actitud suya sobre el estado del mundo, sobre la desintegración de la esperanza, no tiene ninguna raíz demagógica; es el producto de una vivencia que ha seguido como periodista y como ciudadano en un país al que sigue queriendo como si cargara con él, con el pasado ensangrentado o feliz, con sus contradicciones y con su dificilísima esperanza.
Como si estuviera rebuscando en la historia el hilo conductor de esos estados de ánimo que convierten Líbano en la metáfora de su opinión acerca de la humanidad, Maalouf ha acometido una tarea que cualquiera podría sentir que es titánica: durante más de diez años buscó, en archivos, en correspondencia familiar, en las notas sobre entradas y salidas de viajeros en el puerto de Nueva York, las huellas de su abuelo, un maestro, político y periodista que hizo de la pasión por la educación y por la modernidad un acicate de su vida. Maalouf rebuscó en la vida del abuelo, y de ahí nació un libro, Orígenes, que es una biografía vibrante, un diálogo singular de un hombre de otro tiempo que ahora, gracias al nieto, revive como si fuera un contemporáneo.
Por ese libro solo Maalouf merece estar en la historia de la literatura. Pero ha escrito mucho más: León el Africano, Las cruzadas vistas por los árabes, Las escalas de levante, El viaje de Baldassare y un librito de pocas páginas en las que resalta su rabia sobre uno de los azotes de este tiempo, las identidades arrojadizas, Identidades asesinas.
Por el conjunto de esa obra que hoy es el carné de identidad de Amin Maalouf, el jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Letras le concedió el galardón que recibe la próxima semana. Irá a Oviedo a recogerlo desde su refugio en la isla de Yeu, el lugar donde murió Petain y donde él se concentra. Maalouf nos recibió allí con su esposa, Andrée, autora de libros de cocina, libanesa como él, su compañera desde hace muchas décadas; y nos enseñó su lugar favorito en esta isla, un rincón en el que rocas inmensas resguardan un mar que aquí abandona toda inquietud. Y es en Yeu donde Maalouf adquiere esa tranquilidad que le permite convivir con las turbulencias de la vida; la escritura le ha ayudado a ordenar el mundo.
Dice usted en ‘Orígenes’ que la vida surge de una sucesión de encuentros…
Sí, pensé en ello cuando estuve en Cuba, buscando las huellas de mi abuelo, que fue allí al encuentro de su hermano… Él estaba soltero; si se hubiera quedado allí, ¿quién sería yo hoy? En ese contexto dije que yo había nacido de encuentros. Mi padre se quedó en la aldea, allí conoció a mi madre, allí se casaron. De modo que yo no habría nacido (o no habría nacido para ser lo que fui) si mi abuelo hubiera decidido quedarse en Cuba… Pero me gustó la idea de pensar en una vida alternativa: habríamos vivido allí, y habríamos pasado por todo lo que pasó Cuba hasta ahora. Habría sido otra vida…
Fue usted allí y no solo rebuscó en la memoria de su abuelo. Comprobó, aunque no lo nombra, lo que se espera que deje Fidel Castro: “Cuando sus sucesores se rebelen contra sus recuerdos, no encontrarán ninguna cerca que tirar abajo ni ninguna gran obra que inaugurar…”.
Fidel es, por supuesto, muy autócrata; eso lo sabía antes de ir, y lo tenía presente cuando estaba allí, pero lo que yo no sabía antes de ir a Cuba es que él no tiene el hábito de poner su nombre a las calles o a las avenidas, ni de erigir estatuas suyas o publicar sus fotos en carteles. Inevitablemente, todos los autócratas de la historia son expulsados algún día. La última estatua que vimos derribar fue la de Sadam Husein en Irak, pero hay otros ejemplos, como Stalin, Lenin… En Cuba, sin embargo, cuando se vayan los dos hermanos Castro, no habrá estatuas que destruir. No tendrán que rebautizar avenidas, porque allí se llaman Che Guevara o Allende, pero no hay ninguna llamada Fidel Castro.
La avenida del Che Guevara también tendrían que rebautizarla, porque el Che ya no es el héroe que fue para nuestra generación…
Sí, probablemente. Los héroes no son hoy personas cuyas imágenes sean difundidas por todas partes. Para mí, un hombre como Lula es un héroe, pero no es el tipo de héroe cuya imagen sea repetida en camisetas. Probablemente el único héroe actual cuya imagen se ve repetida en todas partes es Mandela. Pero esto es muy inusual.
Los héroes ahora duran menos.
Todo dura menos. Estamos en la civilización del zapping. Nos cansamos con mucha facilidad de todo. Lo que no es nada bueno, me parece a mí. Yo creo que a veces debemos concentrarnos y no somos capaces. Es una actitud que no me parece muy sabia, pero así es como somos hoy día.
Volvamos a ‘Orígenes’. ¿De dónde viene esa energía que le impulsa a buscar casas, documentos, lugares que le devuelvan la historia de su vida?
Toda mi historia personal es una historia de hogares abandonados. He vivido durante mi juventud con el recuerdo de nuestro hogar en Turquía, donde vivía mi bisabuelo, de nuestro hogar en Egipto, donde vivían mi madre y su familia, y luego tuve que dejar mi hogar en Líbano. Yo siento que hay un camino de hogares abandonados a lo largo de mi vida. Cuando comencé a buscar a la parte de mi familia que se fue a Cuba, tuve la misma sensación: este es también uno de mis hogares abandonados. A veces encuentro un lugar en el que me instalo durante un tiempo, y siempre hay algo en mi mente, una especie de voz, que me dice: “No te instales demasiado, podrías tener que irte de nuevo”.
Cuando llega a esa casa cubana en la que vivió Gebrayel, el hermano de su abuelo, siente como si con usted viviera Líbano, como si llevara ese país no solo en la memoria, sino en el alma.
La casa creó en mí una impresión muy extraña; dejó de estar habitada por mi familia hace más de setenta años, pero cuando entré tuve la sensación de que se acababan de ir. La decoración estaba igual. Gebrayel la había hecho al estilo de Andalucía, un recuerdo de sus orígenes, pero también un tipo de decoración que estaba muy de moda en aquella época. Los techos de la casa imitaban exactamente los de la Alhambra y los azulejos ilustraban episodios del Quijote. Esa decoración expresa un deseo que está presente en mi familia y que creo que es vital para nuestra identidad. Manifiesta la necesidad que tenemos de estar ligados a ambas civilizaciones: el Este y el Oeste, Europa y el mundo árabe…
Parece, en este libro, que la ficción, que usted ha cultivado tanto, se ha encontrado con la vida. Y es ahora como si escribiera con los instrumentos de la novela la realidad de su historia.
Algunos escritores comienzan con su propia historia y luego se van separando de ella. Mi actitud es exactamente la opuesta. Por supuesto que hay aspectos de mi historia que aparecen en libros como León el Africano u otros, pero yo siempre dudaba sobre si hablar directamente de mi familia. Y ahora me voy acercando poco a poco hacia ella y hacia mí mismo, y hablando más y más acerca de aspectos más íntimos, porque soy una persona muy pudorosa y este es el espíritu de la familia. Casi no hablamos de nosotros mismos. Somos una familia de personas silenciosas. Y es muy difícil para mí hablar de estas cosas, pero cuanto más envejezco, más siento que necesito hacerlo. Y creo que continuaré haciéndolo porque hay muchos aspectos en los que necesito ir más allá.
¿Qué sintió cuando dejó esa actitud pudorosa?
Durante el proceso de escritura de Orígenes tuve un sentimiento de tensión. Y siempre que hablaba de mi familia, de mi padre, de mi abuelo, estaba presente esa tensión. Y esto no creo que cambie. Siempre que hablo de cuestiones íntimas percibo que debo obligarme desde dentro para poder hacerlo.
En su escritura, usted parece identificarse con las edades de sus antecesores. Dice, cuando está en la casa de su abuelo: “Hoy el pasado no me parece ya tan lejano. Va ataviado con las luces del presente”.
Me identifico con cada uno de ellos. Tuvimos que enfrentarnos al mismo problema: un problema de identidad. Venimos de una parte complicada del mundo, provenimos de minorías, nunca hemos sentido que este país [Francia] es nuestro, siempre sentimos que solo somos minoría… Siempre está presente el sentimiento que encierra la frase: “Bueno, quizá tenga que irme algún día”. Y ellos lo sentían así. Cuando leía las cartas entre mi abuelo y su hermano, los problemas de los que hablaban eran exactamente mis problemas, mis dilemas. Y esto anula años, décadas.
Y parece que usted alcanza el sentido del exilio. Dice: “Siento que tengo la obsesión del extraviado, de alguien que siempre está alejándose del centro. Vagabundo, doméstico, me olvido de mí mismo, me imagino yendo a lugares que desconozco, sin saber adónde voy”.
Yo tengo la sensación de que nunca formo parte del común de la gente. De que siempre estoy en el exterior de la sociedad en la que vivo. Tenía esta sensación cuando estaba en Líbano… Y cuando me mudé a Francia sentí lo mismo. Por supuesto que siempre he intentado decir: “soy parte de este nuevo país al que he emigrado”…; quiero ser parte de ambas culturas, de ambas naciones, pero obviamente eso no es lo que pasa en realidad. Porque por la manera como la gente te mira sabes que son conscientes de tus orígenes. Y eso afecta a la manera como te hablan, a tu lugar en la sociedad, lo que puedes decir y lo que no puedes decir, lo que puedes hacer y lo que no puedes hacer. Y siento que ahora es más difícil que antes adherirse completamente a la sociedad, porque el fenómeno de las identidades se está volviendo mucho peor en todo el mundo. Te empuja a demostrar claramente tu identidad o a callarte.
Ese es el asunto de ‘Identidades asesinas’. Dice usted: “No quiero tener tolerancia. Yo soy lo que soy y tú debes aceptarme como te acepto yo”. Desde que escribió ese libro, el asunto es cada vez más grave: Francia, Arizona, España, Inglaterra… En todas partes, esa enajenación del otro, del diferente, se ha vuelto más peligrosa…
El libro me lo presentó José Saramago en Madrid. Cada uno había preparado unas notas. Y el primer punto del que yo quería hablar era que lo contrario de la intolerancia no era la tolerancia, sino el respeto. Y Saramago había apuntado exactamente lo mismo… La tolerancia no basta. La tolerancia es una actitud del vencedor hacia el vencido. Lo que necesitamos decir no es “yo te tolero”, sino “yo te respeto”. Respetar al otro, conocer al otro, establecer un tipo diferente de relación con el otro y con la cultura del otro. La tolerancia estaba bien en los siglos XV o XVI, ahora no basta. Necesitamos ser conscientes del hecho de que compartimos el mismo planeta, de que somos personas diferentes en el idioma, en la religión, en el color, en el estatus social, en la nacionalidad… El asunto principal del siglo XXI es cómo vivir juntos armoniosamente, y me temo que muy pocos países están enfrentándose a este tema adecuadamente.
¿Qué hay en el alma que produce esta falta de respeto, en Arizona con los mexicanos, en París con los rumanos, en España o en Italia con los africanos…?
Sería muy ingenuo de nuestra parte pensar que la actitud natural del ser humano es aceptar a los demás. La actitud natural a lo largo de la historia ha sido expulsar. Esto tiene que ser estudiado, explicado y aprendido por generaciones y generaciones. No surge simplemente porque la gente viva unos junto a otros. Esa es una de las cosas más complicadas: aceptar al otro. Esto es extremadamente serio y difícil, y debemos afrontarlo con seriedad, respetando los sentimientos de todos.
¿Hubo otras épocas mejores, por ejemplo en el país del que viene? ¿O el presente y el pasado muestran la misma amargura?
Yo no creo que haya habido tiempos mejores. Lo que tenemos hoy es algo muy avanzado comparado con lo que la gente conoció. Pero no podemos conformarnos con decir que siempre ha sido así, que no cambiará nada y que no podemos esperar que esto cambie. Por ejemplo, cuando hablamos del mundo árabe, muchas personas en Occidente están convencidas de que fue siempre así: atrasado, lleno de fanatismo y violencia. Uno debe recordar que hubo siglos de debates, de investigación científica, de desarrollo, de filosofía, de traducciones… Eso quiere decir que no es inherente a esa cultura producir lo que estamos viendo hoy. Lo importante es saber que lo que vemos en esa cultura hoy no lo podemos asignar a su esencia. Tiene que deberse a circunstancias históricas. No es excusa, solo digo que debemos seguir creyendo que cada sociedad producecosas diferentes en momentos diferentes de su historia. Y si una sociedad ha sido abierta y ha aceptado opiniones diferentes, eso quiere decir que no es imposible que las acepte de nuevo. Me gustaría estar seguro de que mis hijos y mis nietos van a vivir mejor que nuestros ancestros. Y no estoy seguro.
¿Vamos a peor?
Por primera vez en la historia, me temo que estamos yendo cuesta abajo. No en el campo de los desarrollos tecnológicos o científicos; pero sí siento que hay una regresión moral en todas partes. Estamos avanzando hacia un mundo de conflicto, de amargura, de discriminación, de guerras, de sufrimiento, y todo esto nos llevará también a un empobrecimiento. De manera que estoy muy preocupado acerca del futuro, pero ciertamente no soy nostálgico del pasado.
Cuando salió su libro ‘El desajuste del mundo’ en España [a principios de 2010], usted me dijo: “El futuro es una mala palabra”. Ahora, la propia palabra ahora parece una mala palabra también… ¿Qué es lo que va mal?
Muchas cosas están yendo mal. Tenemos un mundo que está bastante globalizado, pero no hemos alcanzado la mentalidad de impedir que parte de ese mundo se sienta excluido, discriminado. Y no podemos manejar un mundo así. Por decirlo de este modo, yo creo que hay mucha universalidad, pero no suficiente universalismo. Y esto no es sostenible. Tenemos que elevar nuestra visión del mundo para que pueda estar al nivel del progreso material que hemos alcanzado.
Es como si viviéramos en una situación de engaño. Alguien nos dijo algo que resultó no ser cierto. Ahora que todas las posibilidades de solidaridad podrían estar al servicio de la gente, la solidaridad no existe.
Le pongo el ejemplo de Europa. Estoy convencido de que Europa no puede manejarse hoy con diferentes países llevando políticas diferentes. No es sostenible. Tenemos que tener algo como los Estados Unidos de Europa. No es un sueño. Ya no podemos continuar con políticas diferentes y aun así esperar un continente unido. Y lo que digo de Europa se puede aplicar, en un periodo más largo, al resto del mundo… El problema es que, una vez más, las mentalidades no están siguiendo los movimientos. Las realidades económicas, científicas, materiales, tecnológicas, nos están empujando hacia la integración, pero nuestras mentalidades nos están impidiendo movernos en esa dirección.
En su libro ‘Identidades asesinas’, usted se hace una pregunta que ahora le hago a usted. ¿Es el islam compatible con la libertad?
Yo diría que ninguna religión es en sí misma incompatible o espontáneamente favorecedora de la libertad. Todas las religiones, en un punto u otro de su historia, han experimentado el fanatismo de una manera muy negativa. La libertad viene de la evolución de la sociedad, de las ideas de los pensadores y los filósofos, y entonces es adoptada y aceptada por la religión. Estoy convencido de que todas las religiones pueden interpretarse de una manera que sea compatible con la libertad, con los derechos humanos, con los derechos de la mujer, con el laicismo y con la modernidad…
Va a España a recibir el premio que preside el heredero del trono. Un país en el que se le lee mucho y que tiene tanta simbología…
Un país muy querido. Los seres humanos deben incluir en su identidad todos los elementos de esa identidad. Y las naciones también. España tiene un pasado romano, un pasado fenicio, el pasado de la presencia árabe. Es también el país de la Reconquista, de Santiago de Compostela, del descubrimiento de América Es todas esas cosas. Y la riqueza de España es asumir, respetar e incluso amar todos los momentos de su historia. Porque todos esos momentos han contribuido a lo que es ahora. De manera que no tengo ningún problema en saludar los grandes momentos del pasado de España, y especialmente el gran momento de coexistencia que representa España.
El diálogo entre dos mundos
Amin Maalouf nació en Beirut en 1949 en una familia de origen cristiano. Estudió Economía Política y Sociología en la Universidad Francesa de Beirut y trabajó como periodista en el diario libanés ‘An-Nahar’. Desde 1976 vive exiliado en Francia, donde continuó ejerciendo el periodismo y llegó a ser redactor jefe de ‘Jeune Afrique’.
Su primer libro, Las cruzadas vistas por los árabes, se publicó en 1983 y desde dos años después se ha dedicado exclusivamente a la literatura. León el Africano, Identidades asesinas, El viaje de Baldassare, Orígenes y El desajuste del mundo son algunas de sus obras. Su vida de continuo nómada por el mundo y la herencia de dos culturas, la occidental y la árabe, le ha convertido en un crítico de la intolerancia y el fanatismo y un defensor del respeto a las distintas identidades.“La tolerancia no basta. Lo que necesitamos decir es: yo te respeto”
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