Cuando Mariano Rajoy se fue al fútbol horas después de pedir ayuda financiera de emergencia para la banca, mucha gente en Portugal pensó: está loco. La experiencia de un año de intervención externa nos enseña que un gesto como ese no es una señal de confianza, sino de un peligroso estado de negación. Todos los portugueses lo saben hoy. ¿Todos? No. Hay por lo menos un portugués que no lo sabe. Se llama Pedro Passos Coelho, es primer ministro y se fue a canturrear a un concierto después de anunciar una noticia terrible. Fue primera página de EL PAÍS: “El gobierno portugués impone una bajada de sueldo a todos los ciudadanos”. La noticia tiene una semana, e hizo trizas la paz social y política.
Las contribuciones de los trabajadores a la Seguridad Social van a aumentar del 11% al 18%, y las de las empresas descenderán del 23,75% al 18%. Más que una medida de austeridad es política económica. Peligrosa. Y equivocada.
El Gobierno portugués y la troika defienden que la medida aumenta la competitividad de las empresas, que así darán empleo a más personas y exportarán más; los críticos están aterrorizados con la transferencia neta de riqueza de los trabajadores a las empresas. Pero ni los patrones quieren la medida. La izquierda y parte de la derecha están en contra. Los ministros son recibidos con huevos y han reforzado su seguridad personal. Quince meses de estabilidad social y política han acabado de la noche a la mañana.
En julio de 2011, el nuevo Gobierno de coalición entre los conservadores del PSD y los democristianos del PP inauguraba el periodo de intervención externa en Portugal. Passos Coelho y el ministro de Finanzas, Vítor Gaspar, diseñaron la estrategia del buen alumno: hacer todo lo que la troika quisiera. El Partido Socialista había firmado la petición de intervención externa antes de caer del Gobierno, por lo que ya estaba comprometido, y el sindicato UGT se alineó con una profunda reforma laboral, lo que garantizaba la paz social. Y los portugueses, aunque protestando, mantuvieron una actitud pacífica y de colaboración con una política durísima de austeridad que subió los impuestos, recortó los salarios, pensiones y prestaciones sociales, redujo los servicios públicos y trajo recesión y desempleo. Iba a ser difícil cumplir las metas de déficit presupuestario, pero la estrategia de buen alumno anticipaba tal posibilidad: si Portugal cumplía, la troika sería tolerante. Portugal sería lo contrario de Grecia. Y así fue.
Los portugueses perdieron salarios, ahorraron, consumieron menos. Las exportaciones crecieron, las cuentas externas mejoraron, los tipos de interés bajaron. Pero el desempleo y las quiebras se dispararon, los ingresos fiscales cayeron y las empresas, sin crédito, dejaron de invertir. Este verano, el derrapaje presupuestario se consumó. Era hora de recompensar al buen alumno. Y se le recompensó: esta semana, la troika dio un año más a Portugal para reducir el déficit. Buenas noticias.
¡Pésimas noticias! El aumento brutal de las contribuciones de los trabajadores a la Seguridad Social, el anuncio de más impuestos para 2013 y el recorte de salarios de la función pública y de los pensionistas incendiaron Portugal. El PS va a votar contra el Presupuesto del Estado, la UGT acepta una huelga general, el PP se muestra incómodo en la coalición y altos dirigentes del propio PSD están en contra de una medida que nunca se ha aplicado en ningún país. Y que trae consigo una injusticia social alarmante, que perjudica a los trabajadores en favor de las grandes empresas. En el fondo, esta medida acelera la reducción de salarios, defendida por la troika como único camino hacia la competitividad, la política de devaluación interna. La política de empobrecimiento que España conoce.
Portugal es una máquina del tiempo para España; va un año por delante. Por eso reconocemos el estado de negación que se vive en España, donde los problemas de los bancos parecen lejos de estar resueltos, lo que obligará a los españoles a pagar impuestos para ayudar a la banca durante años. Mariano Rajoy huye de la palabra rescate porque resume la humillación de un país, pero no puede huír de las medidas decididas por instituciones que los españoles no han elegido.
También los portugueses tardaron en percibir que el cielo les caía sobre sus cabezas. Pero los portugueses cumplieron todo lo que se les pidió. Todo. Quien falló fue el Gobierno en la reducción del gasto público. Y quien no cumplió fue Europa, donde los nacionalismos de los países más poderosos, como Alemania, impiden que haya una política económica integrada. Ese es el separatismo que amenaza al euro. Solo el BCE parece estar haciendo su trabajo. Los políticos no.
Obligar a los trabajadores a dar dinero a las empresas es una locura experimentalista. Empobrecer a los ciudadanos con medidas injustas amenanza la economía y el éxito de la troika, pero amenaza, sobre todo, a la sociedad. Una conjetura histórica dice que fue el propio emperador Nerón quien incendió Roma para reconstruirla a su gusto. Es lo que el Gobierno portugués y la troika quieren hacer con la economía: destruirla para rediseñarla desde cero. En sus magníficos laboratorios se olvidan de una variable: las personas. Los portugueses han tolerado la autoridad durante 15 meses. Se merecían algo mejor. Después de tantos impuestos, recortar para siempre los salarios más de un 7% no es solo un error. Es fanatismo.
Pedro Santos Guerreiro, hoje, no El País
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